El esplendor de la vida palatina.

“Los reyes de Córdoba no emplean tronos ni sillas sino divanes o almohadones sobre los cuales se sientan para conversar o comer”.
Juan de Gorze Embajador Germánico

Los Omeyas de Córdoba residieron en el Alcázar, un recinto fortaleza que había sido palacio de los reyes visigodos y de los primeros gobernadores islámicos desde el siglo VIII.
La corte se componía por escribanos, halconeros, sirvientes, joyeros, reposteros e incluso coperos que estaban al servicio del emir. Desde el año 936, parte de este personal se trasladó a la nueva sede que representó el apogeo del poder califal: Madinat al-Zahra.
La ciudad palatina de Madinat al-Zahra, fue testigo de visitas protocolarias de Estado. Por ella desfilaron soberanos cristianos, africanos y enviados europeos en un ambiente de pompa y boato, tal y como se reproduce en esta sala a través de una pintura orientalista de Dionisio Baixeras.
El ceremonial consistía en que cuando los visitantes accedían al Alcázar, traspasaban una jerárquica comitiva de funcionarios estatales, lujosamente ataviados y alineados, hasta llegar a postrarse ante el Califa. Frente la austeridad de su atuendo, el aroma de sus cabellos siempre rociados con la mejor esencia de algalia, se distinguía del resto de los presentes.

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Reyes cristianos y emires norteafricanos llegaron hasta Madinat al-Zahra para rendir pleitesía al primer Califa Omeya, Abd al-Rahman III, apodado al-Nasir li-din-Allah o “el victorioso por la fe de Dios”. Cumpliendo el complejo ritual protocolario, besaban primero y repetidamente el tapiz del diván califal, un riguroso orden un orden de edad. Posteriormente se postraban y besaban la mano del “Príncipe de los creyentes”, que alargaba su brazo enseñando el anillo con el sello de sus antepasados. Luego, tomaban asiento siendo agasajados con sacos de monedas, tejidos de las manufacturas reales, espadas, o espuelas.

En otras ocasiones, la corte Omeya obsequiaba perfumes, monturas, estandartes e incluso botes de marfil, conteniendo incienso, ámbar y otras sustancias elaboradas minuciosamente por el personal de palacio. Algunos de estos botes se han conservado hasta hoy. En gratitud y alabanza por las dádivas, los invitados se inclinaban ante el escaño del Califa, antes de comenzar la audiencia.
El cronista cordobés Ibn Hayyán cuenta que el emperador de Bizancio mandó una carta acompañada por un ejemplar de la “Materia Médica”, un tratado curativo Dioscórides para cuya aplicación necesitaba de un traductor avezado en griego y con conocimientos farmacológicos sobre las propiedades de las plantas. Contestando a una petición del Omeya, el emperador envió a un monje llamado Nicolás, como se representa en la sala.
El judío Hasday ibn Saprut, embajador y médico personal de Abd al-Rahman III, con la ayuda del monje bizantino, fue el encargado de desvelar los misterios de un manuscrito prácticamente desaparecido desde la antigüedad. Gracias a este documento se pudo redescubrir la tríaca: un polifármaco compuesto por más de setenta sustancias que sirvió de antídoto contra venenos. También sirvió para salvar la vida del Califa víctima de una mordedura de serpiente.